sábado, 25 de agosto de 2012

DAMA DE PORTO PIM: UNA HISTORIA - Antonio Tabucchi





Todas las noches canto, porque para eso me pagan, pero las canciones que has escuchado eran pesinhos y sapateiras para los turistas que están de paso y para aquellos americanos que se ríen allá al fondo y que dentro de poco saldrán tambaleándose. Mis canciones de verdad son sólo cuatro chamaritas, porque mi repertorio es reducido, y yo casi soy viejo, y además fumo demasiado, y tengo la voz ronca. Tengo que ir vestido con este balandrau azoriano que se llevaba antaño, porque a los americanos les gusta lo pintoresco, luego vuelven a Texas y cuentan que han estado en un tugurio de una isla remota donde había un viejo vestido con una capa arcaica que cantaba el folklore de su gente. Quieren la viola con cuerdas de cobre, que da este sonido de feria melancólica, y yo les canto modinhas empalagosas en las que la rima siempre es la misma, pero tanto da porque ellos no lo entienden y como ves beben gin tónic. Pero tú, en cambio, ¿qué andas buscando, por qué vienes aquí todas las noches? Tú eres curioso y buscas algo más, porque es la segunda vez que me invitas a beber, pides vino de cheiro como si fueses uno de aquí, eres extranjero y finges hablar como nosotros, pero bebes poco y además te callas y esperas que hable yo. Has dicho que eres escritor, y quizás tu oficio tenga algo que ver con el mío. Todos los libros son estúpidos, nunca hay mucha verdad en ellos, y sin embargo cuántos he leído en los últimos treinta años, no tenía nada mejor que hacer, he leído muchos e italianos también, naturalmente todos traducidos, el que más me ha gustado se llamaba Canaviais no vento, de una tal Deledda, ¿lo conoces? Y además tú eres joven y te gustan las mujeres, he visto cómo mirabas a esa mujer tan guapa de cuello largo, la has estado mirando toda la noche, no sé si estás con ella, también ella te miraba y tal vez te parezca extraño pero todo esto ha despertado algo en mí, será porque he bebido demasiado. Siempre he elegido el demasiado en la vida, y eso es una perdición, pero no se puede hacer nada cuando se nace así.
Frente a nuestra casa había una atafona, en esta isla se llamaba así, era una especie de noria que giraba sobre sí misma, ahora ya no existen, te hablo de hace muchos años, tú todavía no habías nacido. Cuando pienso en ella oigo todavía su chirrido, es uno de los ruidos de mi infancia que permanece en mi memoria, mi madre me mandaba con el cántaro a buscar agua y yo para aliviar el esfuerzo acompañaba el movimiento con una canción de cuna, y a veces me dormía de verdad. Además de la noria había un muro bajo pintado de cal y luego la sima acantilada y al fondo el mar. Éramos tres hermanos y yo era el más joven. Mi padre era un hombre lento, comedido en sus gestos y en sus palabras, con los ojos tan claros que parecían de agua, su barco se llamaba «Madrugada», que era también el nombre de la casa de mi madre. Mi padre era ballenero, como lo había sido su padre, pero en una cierta época del año, cuando las ballenas no pasan, se dedicaba a la pesca de las morenas, y nosotros íbamos con él, y también nuestra madre. Ahora se ha perdido la usanza, pero cuando yo era niño se practicaba un rito que formaba parte de la pesca. Las morenas se pescan de noche, con luna creciente, y para llamarlas se usaba una canción sin palabras: era un canto, una melodía primero susurrante y lánguida y después aguda, jamás he oído un canto tan lastimero, parecía que viniese del fondo del mar o de ánimas perdidas en la noche, era un canto antiguo como nuestras islas, ahora ya nadie lo conoce, se ha perdido, y quizás más vale así porque llevaba en sí una maldición, un destino, como un sortilegio. Mi padre salía con su barca, era de noche, movía los remos muy despacio, a plomo, para no hacer ruido, y nosotros, mis hermanos y mi madre, nos sentábamos en el acantilado y empezábamos el canto. Había veces en que los demás callaban y querían que las llamase yo, porque decían que mi voz era más melodiosa que la de nadie y que las morenas no podían oponer resistencia. No creo que mi voz fuese mejor que la de los demás: querían que cantase yo únicamente porque era el más joven y se decía que a las morenas les gustaban las voces claras. A lo mejor era una superstición sin fundamento, pero eso es lo de menos.
Luego nosotros crecimos y mi madre murió. Mi padre se volvió más taciturno, y a veces, por la noche se sentaba sobre el muro del acantilado y miraba al mar. Ahora sólo salíamos para las ballenas, nosotros tres éramos altos y fuertes, y mi padre nos confió arpones y lanzas, como su edad mandaba. Luego, un día, mis hermanos nos dejaron. El mediano se fue a América, lo dijo el mismo día en que se iba, yo fui al puerto a despedirle, mi padre no vino. El otro se fue a hacer de camionero al continente, era un muchacho alegre al que siempre le había gustado el ruido de los motores, cuando el agente de policía vino a comunicarnos el accidente yo estaba solo en casa y a mi padre se lo conté en la cena.
Los dos seguimos con lo de las ballenas. Ahora era más difícil, había que recurrir a jornaleros, porque no se puede salir siendo menos de cinco, y mi padre hubiera querido que me casase, porque una casa sin mujer no es una verdadera casa. Pero yo tenía veinticinco años y me gustaba jugar al amor, todos los domingos bajaba al puerto y cambiaba de novia, en Europa eran tiempos de guerra y en las Azores la gente iba y venía, cada día atracaba un barco aquí o en otro lugar, y en Porto Pim se hablaban todas las lenguas.
La encontré un domingo en el puerto. Iba vestida de blanco, tenía los hombros descubiertos y llevaba un sombrero de encaje. Parecía salida de un cuadro y no de uno de aquellos barcos cargados de personas que huían a las Américas. La miré largamente y ella, también me miró. Es extraño cómo el amor puede entrar dentro de nosotros. En mí entró al observar dos arruguitas apenas insinuadas que tenía en torno a los ojos y pensé: ya no es muy joven. Pensé eso porque quizás a aquel muchacho que era yo entonces una mujer madura le parecía más vieja de lo que en realidad era. Que tenía poco más de treinta años lo supe sólo mucho más tarde, cuando saber su edad ya no servía para nada. Le di los buenos días y le pregunté si podía serle útil. Me indicó la maleta que se hallaba a sus pies. Llévala al Bote, me dijo en mi lengua. El Bote no es un lugar para señoras, dije yo. Yo no soy una señora, respondió, soy la nueva propietaria.
Al domingo siguiente volví a bajar a la ciudad. El Bote en aquellos tiempos era un local extraño, no era exactamente una fonda de pescadores y yo sólo había entrado una vez. Sabía que había dos reservados en la parte de atrás donde decían que se jugaba dinero, y la estancia del bar tenía una bóveda baja, con un espejo de cuerpo entero con arabescos y mesitas de madera de higuera. Los clientes eran todos extranjeros, parecía que estuviesen todos de vacaciones, en realidad se pasaban el día espiándose, cada uno fingiendo ser de un país que no era el suyo, y en los intervalos jugaban a las cartas. Faial, en aquellos años, era un lugar increíble. Detrás del mostrador había un canadiense bajo, con las patillas en punta, se llamaba Denis y hablaba el portugués como los de Cabo Verde, le conocía porque el sábado iba al puerto a comprar pescado, en el Bote se podía cenar, el domingo por la noche. El fue quien más tarde me enseñó el inglés.
Quería hablar con la dueña, dije. La señora no llega hasta las ocho, respondió con superioridad. Me senté a una mesa y pedí la cena. Hacia las nueve entró ella, había otros clientes, me vio y me dirigió un saludo distraído, y luego fue a sentarse a un rincón donde estaba un señor mayor con bigote blanco. Sólo entonces me di cuenta de lo hermosa que era, de una hermosura que hacía arder mis sienes, era eso lo que me había traído hasta allí, pero hasta aquel momento no había logrado comprenderlo con exactitud. Y, en aquel momento, lo que comprendía se ordenó dentro de mí con claridad y casi me dio vértigo. Me pasé toda la noche mirándola, con los puños apoyados en las sienes, y cuando salió la seguí a una cierta distancia. Caminaba ligera, sin darse la vuelta, como a quien le tiene sin cuidado que le sigan o no, atravesó la puerta de la muralla de Porto Pim y emprendió el descenso de la bahía. Al otro lado del golfo, donde termina el promontorio, solitaria entre las rocas, entre un cañaveral y una palmera, hay una casa de piedra. Quizás la hayas visto, ahora es una casa deshabitada y las ventanas se están cayendo, tiene un algo siniestro, tarde o temprano se derrumbará el tejado, si no se ha derrumbado ya. Ella vivía allí, pero entonces era una casa blanca, con recuadros azules en torno a puertas y ventanas. Entró y cerró la puerta y la luz se apagó. Yo me senté sobre una roca y esperé. En medio de la noche se encendió una ventana, ella se asomó y yo la miré. Las noches en Porto Pim son silenciosas, basta susurrar en la oscuridad para oírse a distancia. Déjame entrar, le supliqué. Ella cerró la persiana y apagó la luz. Estaba saliendo la luna, con un velo encarnado de luna estival. Sentía una congoja, el agua chapoteaba en torno a mí, todo era tan intenso y tan inalcanzable, y me acordé de cuando era niño y por la noche llamaba a las morenas desde el acantilado: y entonces tuve una fantasía, no pude contenerme, y empecé a cantar aquel canto. Lo canté muy despacio, como un lamento o una súplica, con una mano en la oreja para guiar la voz. Al poco rato la puerta se abrió y entré en la oscuridad de la casa y me encontré en sus brazos. Me llamo Yeborath, dijo tan sólo. ¿Tú sabes lo que es la traición? La traición, la de verdad, es cuando sientes vergüenza y desearías ser otro. Yo habría deseado ser otro cuando fui a despedirme de mi padre y sus ojos me seguían mientras envolvía el arpón en el hule y lo colgaba de un clavo en la cocina y me ponía en bandolera la viola que me había regalado al cumplir veinte años. He decidido cambiar de oficio, dije rápidamente, voy a cantar a un local de Porto Pim, vendré a verte el sábado. Pero aquel sábado no fui, ni al otro tampoco, y mintiéndome a mí mismo me decía que iría el próximo sábado. Y así llegó el otoño, y pasó el invierno, y yo cantaba. También hacía otros pequeños trabajos, porque a veces algunos parroquianos bebían demasiado y para sostenerles o echarles a la calle hacía falta un brazo robusto que Denis no poseía. Y luego escuchaba lo que decían los parroquianos que fingían estar de vacaciones, es fácil escuchar las confidencias de los demás cuando se canta en una taberna, y como ves también es fácil hacerlas. Ella me esperaba en la casa de Porto Pim y ahora ya no tenía que llamar. Yo le preguntaba: ¿quién eres?, ¿de dónde vienes?, por qué no dejamos a todos estos individuos absurdos que simulan jugar a cartas, quiero estar contigo para siempre. Ella se reía y me daba a entender la razón de aquella vida que llevaba, y me decía: espera un poco más y nos iremos juntos, debes confiar en mí, es todo lo que puedo decirte. Luego salía desnuda a la ventana y me decía: canta tu reclamo, pero en voz baja. Y mientras yo cantaba me pedía que la amase, y yo la poseía de pie, ella apoyada en el antepecho, mientras miraba la noche como si esperase algo.
Ocurrió el diez de agosto. Por San Lorenzo el cielo está lleno de estrellas fugaces, conté trece al volver a casa. Encontré la puerta cerrada, y llamé. Luego volví a llamar, con más fuerza, porque estaba la luz encendida. Ella me abrió y se quedó en la puerta, pero yo la aparté con un brazo. Me voy mañana, dijo, la persona que esperaba ha vuelto. Sonreía como si me diera las gracias, y quién sabe por qué pensé que pensaba en mi canto. En el fondo del cuarto se movió una figura. Era un hombre anciano y se estaba vistiendo. ¿Qué quiere?, le preguntó en aquella lengua que ahora yo ya entendía. Está borracho, dijo ella, antes era ballenero pero ha dejado el arpón por la viola, durante tu ausencia me ha hecho de criado. Dile que se vaya, dijo él sin mirarme.
Sobre la bahía de Porto Pim había un claro reflejo. Recorrí el golfo como si fuese un sueño, cuando de pronto te encuentras en la otra punta del paisaje. No pensaba en nada, porque no quería pensar. La casa de mi padre estaba a oscuras, porque él se acostaba temprano. Pero no dormía, como suele sucederles a los viejos que yacen inmóviles en la oscuridad como si fuese una forma de sueño. Entré sin encender la luz, pero él me oyó. Has vuelto, murmuró. Yo fui a la pared del fondo y descolgué mi arpón. Me movía a la luz de la luna. No se va a cazar ballenas a estas horas de la noche, dijo él desde su jergón. Es una morena, dije yo. No sé si entendió lo que quería decir, pero no replicó ni se movió. Me pareció como si me hiciese un gesto de despedida con la mano, pero tal vez fuese mi imaginación o un juego de sombras de la penumbra. No he vuelto a verlo, murió mucho antes de que yo cumpliese mi pena. Tampoco he vuelto a ver a mi hermano. El año pasado me llegó una fotografía suya, es un hombre gordo con el pelo blanco rodeado de un grupo de desconocidos que deben ser sus hijos y sus nueras, están sentados en el mirador de una casa de madera y los colores son muy exagerados, como en las postales. Me decía que podía ir a vivir con él, allí hay trabajo para todos y la vida es fácil. Me pareció casi grotesco. ¿Qué quiere decir una vida fácil, cuando la vida ya ha sido?
Y si te quedas un poco más y la voz no se quiebra, esta noche te cantaré la melodía que marcó el destino de esta vida mía. No la he cantado desde hace treinta años y a lo mejor la voz no aguanta. No sé por qué lo hago, se la regalo a esa mujer del cuello largo y a la fuerza que tiene un rostro para aflorar en otro, y esto tal vez me ha tocado alguna fibra. Y a ti, italiano, que vienes aquí todas las noches y se ve que estás sediento de historias verdaderas para convertirlas en papel, te regalo esta historia que has escuchado. También puedes poner el nombre de quien te la ha contado, pero no el nombre con el que me conocen en este tugurio, que es un nombre para turistas de paso. Escribe que ésta es la verdadera historia de Lucas Eduino, que mató con el arpón a la mujer que había creído suya, en Porto Pim.
Ah, al menos en una cosa no me había mentido, lo descubrí en el proceso. Se llamaba realmente Yeborath. 

Si eso tiene alguna importancia.


EL ETNÓGRAFO - Jorge Luis Borges

 


El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontenido en otro estado. Cuenta con un solo protagonista, salvo que en toda historia los protagonistas son miles, visibles e invisibles, vivos y muertos. Se llamaba, creo, Fred Murdock. Era alto a la manera americana, ni rubio ni moreno, de perfil de hacha, de muy pocas palabras. Nada singular había en él, ni siquiera esa fingida singularidad que es propia de los jóvenes. Naturalmente respetuoso, no descreía de los libros ni de quienes escriben los libros.  Era suya esa edad en que el hombre no sabe aún quién es y está listo para entregarse a lo que le propone el azar: la mística del persa o el desconocido origen del húngaro, la aventuras de la guerra o del álgebra, el puritanismo o la orgía. En la universidad le aconsejaron el estudio de las lenguas indígenas. Hay ritos esotéricos que perduran en ciertas tribus del oeste; su profesor, un hombre entrado en años, le propuso que hiciera su habitación en una toldería, que observara los ritos y que descubriera el secreto que los brujos revelan al iniciado. A su vuelta, redactaría una tesis que las autoridades del instituto darían a la imprenta. Murdock aceptó con alacridad. Uno de sus mayores había muerto en las guerras de la frontera; esa antigua discordia de sus estirpes era un vínculo ahora. Previó, sin duda, las dificultades que lo aguardaban; tenía que lograr que los hombres rojos lo aceptaran como a uno de los suyos. Emprendió la larga aventura. Más de dos años habitó en la pradera, bajo toldos de cuero o a la intemperie. Se levantaba antes del alba, se acostaba al anochecer, llegó a soñar en un idioma que no era el de sus padres. Acostumbró su paladar a sabores ásperos, se cubrió con ropas extrañas, olvidó los amigos y la ciudad, llegó a pensar de una manera que su lógica rechazaba. Durante los primeros meses de aprendizaje tomaba notas sigilosas, que rompería después, acaso para no despertar la suspicacia de los otros, acaso porque ya no las precisaba. Al término de un plazo prefijado por ciertos ejercicios, de índole moral y de índole física, el sacerdote le ordenó que fuera recordando sus sueños y que se los confiara al clarear el día. Comprobó que en las noches de luna llena soñaba con bisontes. Confió estos sueños repetidos a su maestro; éste acabó por revelarle su doctrina secreta. Una mañana, sin haberse despedido de nadie, Murdock se fue.
    En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no publicarlo.
    -- ¿Lo ata su juramento? -- preguntó el otro.
    -- No es ésa mi razón -- dijo Murdock --. En esas lejanías aprendí algo que no puedo decir.
    -- ¿Acaso el idioma inglés es insuficiente? -- observaría el otro.
    -- Nada de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien modos distintos y aun contradictorios. No sé muy bien cómo decirle que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera frivolidad.
    Agregó al cabo de una pausa:
    -- El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos.
    El profesor le dijo con frialdad:
    -- Comunicaré su decisión al Concejo. ¿Usted piensa vivir entre los indios?
    Murdock le contestó:
    -- No. Tal vez no vuelva a la pradera. Lo que me enseñaron sus hombres vale para cualquier lugar y para cualquier circunstancia.
    Tal fue, en esencia, el diálogo.
    Fred se casó, se divorció y es ahora uno de los bibliotecarios de Yale.



De Borges: Jorge Luis. Obras Completas. Buenos Aires: Emecé, 2005.

jueves, 23 de agosto de 2012

MADRIGAL ESCRITO EN INVIERNO - Pablo Neruda

 

En el fondo del mar profundo,
en la noche de largas listas,
como un caballo cruza corriendo
tu callado callado nombre.

Alójame en tu espalda, ay, refúgiame,
aparéceme en tu espejo, de pronto,
sobre la hoja solitaria, nocturna,
brotando de lo oscuro, detrás de ti.

Flor de la dulce luz completa,
acúdeme tu boca de besos,
violenta de separaciones,
determinada y fina boca.

Ahora bien, en lo largo y largo,
de olvido a olvido residen conmigo
los rieles, el grito de la lluvia:
lo que la oscura noche preserva.

Acógeme en la tarde de hilo,
cuando al anochecer trabaja
su vestuario y palpita en el cielo
una estrella llena de viento.

Acércame tu ausencia hasta el fondo,
pesadamente, tapándote los ojos,
crúzame tu existencia, suponiendo
que mi corazón está destruido
 
 
 
De Residencia en la Tierra

 

miércoles, 22 de agosto de 2012

EL ENANO - Rubem Fonseca


Poco importa que diga cómo fue que un empleado bancario desempleado como yo conoció a una mujer como Paula, pero voy a contarlo. Me atropello con su carrazo y me llevó al Miguel Couto y me dijo en el camino, la culpa fue mía, estaba hablando en el teléfono celular y me distraje, mi marido odia que maneje. Al llegar al hospital le dije a todo el mundo que la culpa era mía. Ella suspiró aliviada y dijo muy bajo, muchas gracias. Me operaron la pierna, le pusieron un montón de tornillos y me dejaron en una camilla en el pasillo, pues el hospital estaba lleno y no había lugar en los cuartos.
    Al día siguiente por la mañana ella vino a visitarme. Me preguntó si había pasado la noche en el pasillo, aquello era un absurdo, dijo que me iba a llevar a un hospital privado. Le expliqué que estaba bien, no necesitaba preocuparse. Yo quería que se fuera pronto, me habían puesto una bata que si me daba vuelta en la cama, digo, camilla, mi culo quedaba de fuera. Me dejó una caja de chocolates que yo le di a la chica que me cuidaba, Sabrina, creo que era sirvienta pero le gustaba fingir que era enfermera.
    Unos días después la mujer volvió con otra caja de chocolates. Ni siquiera pudo decir nada pues Sabrina apareció y le preguntó, cómo pudo entrar usted hasta aquí y ella dijo que tenía permiso del director y que se sentía responsable por mí pues me había atropellado, que yo tendría que usar muletas y que ellas iba a traérmelas. No es necesario, dijo Sabrina, ya tiene y retírese por favor pues es la hora de la revisión. La mujer me preguntó si yo quería que se fuera y le dije que sí y se fue y Sabrina me cogió la pierna y siempre que Sabrina me cogía la pierna se me paraba, ahora que la pierna me dolía menos. La caja de chocolates de esa frívola ociosa la tiras a la basura, ¿eh?
    Ese mismo día por la tarde Sabrina apareció y me dijo que era un tipo con suerte o bien era amigo del alcalde pues iba a ser trasladado a un cuarto. Cuando Sabrina llegaba mi corazón latía apresurado y cada día me parecía más atractiva y se me paraba cuando ella me tocaba, pero todas las noches soñaba con la mujer que me había atropellado, sus cabellos negros largos finos y el cuerpo blanco como una hoja de papel. Y ese mismo día Sabrina me dio un recorte del periódico con el retrato de la mujer, mira, aquí está tu ricachona asesina. Fue ahí donde me enteré que se llamaba Paula. Es seguro, idiota, que no sabías su nombre, no te lo iba a dar por miedo a que pidieras una indemnización, lo que más les gusta a los ricos es el dinero, mejor te da chocolatitos que cuestan una miseria para que no hagas nada contra ella, rompe pronto esa foto.
    Escondí la foto y seguí soñando con Paula y quedándome con el palo tieso cada vez que Sabrina me agarraba la pierna y mirando la foto de Paula cuando Sabrina no estaba cerca. Cuando me dieron de alta Sabrina me preguntó si quería que me llevara a casa y le dije que no era necesario, que me iría solo. Insistió y yo fui duro, no es necesario, y ella se quedó desilusionada y yo me puse triste, Sabrina había cuidado de mí, me había enseñado a andar con muletas y yo la trataba de aquella manera.
      Subir las escaleras de mi casa en Catumbi fue muy difícil, sufrí endemoniadamente. Por la tarde golpearon en la puerta y una mujer vestida de blanco entró y dijo que era fisioterapeuta del Miguel Couto y que la habían mandado para que se ocupara de mí. ¿Fue Sabrina quien la mandó? Sí, sí, y la mujer movió mi pierna para allá y para acá y dijo cómo eran los ejercicios que yo tenía que hacer y que regresaba mañana.
     Después de quince días de fisioterapia Sabrina apareció en mi casa con un casete de Tim Maia de regalo. Le conté que una fisioterapeuta del hospital venía un día sí y un día no para darme masaje en la pierna. Permaneció callada un tiempo y luego dijo, ¿fisioterapeuta?, el hospital no mandó ninguna fisioterapeuta, si no tenemos dinero para comprar gasas, ¿crees que íbamos a tenerlo para mandar fisioterapeutas a domicilio?, el medio está lleno de charlatanes, yo misma te haré la fisioterapia y empezó a mover mi pierna y vio cómo se me paraba y dijo ¿qué es eso?, agárrala y veras le dije, la agarró, siempre te ponías así cuando te agarraba la pierna, ¿crees que no me daba cuenta?, no te muevas que me voy a subir encima de ti, quédate quietecito, y se me subió encima y se la metió dentro y estuvimos cogiendo, fue algo grande.
    Sabrina volvió al día siguiente, un poco antes que la fisioterapeuta. Cuando la mujer apareció Sabrina le preguntó, ¿a usted la envió el hospital? Si señora, el hospital me envió. Sabrina apretó los dientes y se quedó viendo a la mujer que hacía los ejercicios conmigo hasta que ya no aguantó y dijo, puedes incluso ser fisioterapeuta, pero no del Miguel Couto, YO SOY del Miguel Couto y conozco a todos los fisioterapeutas del hospital, ¿quién te mandó aquí? No puedo decirlo. Vamos, es mejor que lo digas. Un alma caritativa, respondió la mujer bajando la mirada. Nadie hace caridad a un cajero desempleado, carajo, gritó Sabrina, fue aquella riquilla apestosa que cree que el dinero lo compra todo, ve y dile que Zé no acepta limosnas, ¿no es así, mi amor? La mujer vestida de blanco se defendió, me pagaron por adelantado y tengo que terminar mi trabajo, todavía faltan... Se acabó, se acabó y no vuelves a entrar aquí, ¿verdad, mi amor?, haz lo que quieras con el dinero que te dio aquella puta pero aquí no vuelves a entrar, anda Zé, dile que no que aquí no volverá a entrar. Intenté manipular la situación, dije, mira Sabrina. Que no entra más aquí, carajo, si ella entra yo no vuelvo a poner un pie en esta casa. La fisioterapeuta cogió su maleta y salió enojada y un poco asustada y Sabrina se subió encima de mí y cogimos.
     No fue porque Sabrina tenía los cabellos oxigenados que empezó a gustarme menos, quiero decir, me gustaba coger con ella, nosotros los empleados de banco somos muy calientes, vivimos con la verga dura, debe ser porque agarramos dinero todo el día, por lo menos eso era lo que ocurría conmigo, me daban ganas de cogerme a cualquier mujer que se acercara a la caja, quiero decir, a las bonitas, pero no necesitaban ser muy bonitas y a veces quería cogerme hasta a las feas, me quedaba perturbado y me equivocaba en el cambio y todo eso me lo descontaban a fin de mes, el banco no perdonaba, y tantas hice que me corrieron y hasta fue bueno pues creí que al dejar de agarrar tanto dinero aquella calentura loca terminaría y podría vivir en paz. Pero me atropellaron al día siguiente de que fui despedido y empezaron a ocurrir todas estas cosas, Sabrina, Paula, el enano.
    Cuando Sabrina se iba yo me acostaba y soñaba con Paula. Para no olvidar cómo era veía su retrato todo el tiempo. Mi pierna fue sanando y ya podía subirme encima de Sabrina y podía rodar en la cama y podía salir a la calle y la primera cosa que hice fue enmicar el retrato de Paula pues el papel del periódico se estaba deshaciendo. Cuando doña Alcira, la dueña del departamento que vivía en la planta baja, me dijo que ya estaba pagada la renta pensé que había sido Sabrina, fue entonces cuando me fastidié. Habíamos acabado de coger, yo aún estaba encima de ella cuando le dije gracias por la renta pero te pagaré todo no me gusta deberle nada a nadie y menos a la mujer de la que estoy enamorado. Sabrina me empujo con fuerza, se quitó de abajo de mí, me golpeo en la pierna, la que tenía los clavos de metal y gritó fue aquella puta, tú estabas con ella el viernes que vine aquí y habías desaparecido, estabas cogiendo con aquella vaca, si te vuelves a encontrar con ella te voy a cortar la verga cuando estés dormido, como aquella americana lo hizo con su marido, y voy a meter tu verga en el molino para carne, no va a haber un médico en el mundo que te haga el reimplante. Juré que no había visto a Pa... a aquella mujer. Hijo de puta, ibas a decir su nombre, y Sabrina volvió a golpearme la pierna de los clavos de metal. Intenté bromear, ¿si pasas mi verga por el molino para carne te lo comerás después como hamburguesa? Más golpes en la pierna con clavos.
    No se puede vivir con una mujer así. Siempre que cogíamos, las veces en que cogíamos el día entero y me aventaba dos o tres sin sacársela, no estoy presumiendo, fue el maldito tiempo que me pasé contando dinero en el banco, en esas ocasiones, cuando acabábamos de coger, Sabrina me preguntaba ¿cómo fue con las otras?, ¿la misma locura? Y yo, que no soy tonto, decía, no, no, sólo contigo. ¿Me lo juras? Sí, que se muera mi madre si alguna vez cogí así con otra mujer. Tu madre ya está muerta, hijo de puta. Juro que quiero ver a mi madre viva si no fuera verdad que sólo cojo así contigo. Esto nos daba risa, nos carcajeábamos, es bueno reír entre una cogida y otra, pero Sabrina no se reía nunca, sólo le gustaba coger. Si ella hubiera agarrado tanto dinero nuevo y viejo durante tanto tiempo no sé qué habría ocurrido con ella. Sabrina era obstinada, seguro recuerdas su nombre completo, infeliz, anda, confiésalo, uno de estos días voy a buscar a la Paula esa para ajustar cuentas. Más juramentos míos, más golpes en la pierna con clavos.
     A quien Sabrina realmente buscó fue a doña Alzira. Mi casera dijo que el dinero había llegado por correo, una hoja mecanografiada en la que estaba escrito, para paga la renta. Con letra de computadora, dijo Sabrina, la desgraciada tiene una computadora.
    Sabrina no salía de mi casa. Trajo una maleta con cosas, ropa, discos de Tim Maia. Empecé a sentir rabia hacia ella, rabia hacia Tim Maia, pero aun así cogíamos, cogíamos, maldito banco, malditos billetes nuevecitos recién salidos de la Casa de Moneda. Yo sabía a qué hora llegaba Sabrina y antes de que llegara agarraba el retrato de Paula y me hacía dos puñetas para que no se me parara en la cama y que ella se decepcionara de mí y me dejara en paz. Pero Sabrina sabía cómo hacer para que se me parara y allá íbamos, era una locura. Y tenía que tomar vitaminas que Sabrina me empujaba por el gaznate, y sopas de avena, polvo de guaraná y un brebaje de yerbas que ella me preparaba en la cocina.
    Si Sabrina supiera que algunas veces cuando salía de la casa el carro que me atropelló estaba parado en la esquina y mi corazón latía tan fuerte que hacía sonar las medallitas que cargo en un cordón y que me dio mi madre poco antes de morir, hijo mío nunca separes de tu pecho estas medallitas de Nuestra Señora, y yo veía el carro de vidrios oscuros sabiendo, porque yo lo sabía, que Paula estaba ahí dentro con aquellas maneras finas de ella, y las medallitas hacían plimplim y yo no quitaba los ojos del carro plimplimplim y el carro se iba y yo me sentaba en la orilla de la banqueta con ganas de llorar porque extrañaba a Paula. Si Sabrina lo supiera mi verga iría directo al molino de carne.
    Un día tenía que ocurrir. Tocaron en la puerta. Abrí, era Paula. Nos quedamos mirando uno al otro, ella estaba aun más blanca, incluso con la peluca rubia, y yo debía estar de su color, y sus maneras eran finas aunque su voz era firme, ¿hay aquí alguna cosa por la que sientas un cariño especial?
    Puse una silla encima de la mesa y saqué su retrato del agujero que había en el forro del techo, Sabrina nunca dudaría de aquel escondrijo, menos aún después de que le dije que había visto un ratón que entraba en aquel agujero. Vámonos, dijo Paula. Cuando abrimos la puerta para salir Sabrina estaba llegando y al verme con Paula pareció que se desmayaba. Paula la miró como quien ve a la muchacha que empaca verduras en el supermercado y caminó en dirección a la escalera llevándome del brazo. Sabrina salió de su estupor y vino tras nosotros. ¿Te vas? Sí, sé feliz. Ella se tiró al piso y agarró mi pierna, la de los clavos, por favor, perdóname, no me abandones, te amo. Cada paso que daba arrastraba a Sabrina por el suelo y ella aullaba como un animal y en medio de los aullidos y gemidos suplicaba, déjelo conmigo, usted es rica y puede conseguir al hombre que quiera, él es todo lo que tengo en el mundo, por el amor de Dios, haré lo que usted quiera, seré su esclava por el resto de mi vida, déjelo conmigo, y cuando llegamos a la parte alta de la escalera sacudí la pierna y me solté y Sabrina rodó escaleras abajo, quedó tirada junto a la puerta de la calle. Intenté reanimarla pero ni siquiera respiraba. Paula le tomó el pulso, dijo la pobrecita está muerta y mejor nos vamos porque no hay nada que podamos hacer.
     Subimos al carro y nos fuimos en silencio por las calles, en silencio entramos al túnel, en algún momento yo había deseado la muerte de Sabrina y de Tim Maia pero no era en serio y yo me estaba muriendo de pena por ella. Yo también lo lamento, dijo Paula, pero tú no tuviste la culpa, yo tampoco, no fue culpa de nadie.
    Quiero volver, dije, no voy a dejarla muerta ahí. Paula aceptó, está bien, tal vez así sea mejor. El carro se detuvo en la esquina, mañana en la tarde vengo a verte, me esperas, y Paula se fue. Había una multitud en la puerta, curiosos, un policía que informó que ya venía la ambulancia. Doña Alzira me recibió con una granizada de palabras, ah, llegaste, tu amiga se cayó de la escalera, yo estaba viendo la televisión cuando oí el barullo y corrí es decir primero me puse la bata con este calor nadie anda completamente vestido en casa y la puerta de la calle estaba abierta y la chica tirada en el suelo y en eso me di cuenta que estaba muerta, yo sé cuándo una persona está muerta, he visto mucha gente muerta en mi vida, no soy una niña, cuando murió mi hermana se quedó con la cara igual a la de esa chica y el policía quiere hablar contigo. El policía sólo me dijo tendría que ir a la delegación para declarar. Los curiosos se fueron, doña Alzira se fue a ver la telenovela y sólo nos quedamos yo, el policía, la pobre Sabrina cuyo cabello parecía aún más oxigenado, esperando a los peritos y la ambulancia.
    En la delegación dije un montón de mentiras, había salido a comprar el periódico deportivo y a mitad del camino me di cuenta que no llevaba dinero y regresé y encontré a mi novia tirada al final de la escalera y doña Alzira me dijo que oyó el barullo y llegó enseguida. No está bien eso que doña Alzira dijo, dijo el detective, ella dijo que fue a ponerse una ropa y perdió algún tiempo en eso, y otra cosa, ¿por qué la muerta dejó abierta la puerta de la casa, la de arriba?, ¿tenía prisa?, ¿salió corriendo?, ¿a dónde iba? Expliqué, probablemente Sabrina, sabiendo que yo no tenía llaves, bajó para abrir la puerta de la calle y resbaló. ¿Y quién abrió la puerta de abajo? Quizá ya estaba abierta. ¿Ustedes pelearon? ¿Nosotros? Nunca, ella era una santa, puede preguntarle a doña Alzira si alguna vez peleamos, me iba a casar con ella, era una santa, se hizo cargo de mí cuando me rompí esta pierna que está llena de clavos metálicos, me hizo la fisioterapia todos los días durante no sé cuanto tiempo, era una santa. Mientras no se casan con nosotros todas son unas santas, dijo el detective, y dijo que quería oírme de nuevo otro día que ahora podía irme.
    Al día siguiente Paula apareció con la peluca rubia y lentes oscuros, dijo vas a hacerte esos exámenes no confío en el hospital del gobierno y me dio un montón de papeles con solicitudes de exámenes, había examen de heces, de orina, de sangre, examen eléctrico del corazón y de la cabeza, y dijo que el laboratorio ya había recibido instrucciones para realizar los exámenes, que no me preocupara por el dinero y que ella volvería en quince días.
    Quince días después volvió todavía con la peluca y los anteojos pero se quitó pronto la peluca y me dijo que los exámenes habían resultado muy buenos y se quitó los anteojos oscuros y agarró mi pierna y preguntó si me dolía y se me paró, aquellos billetes todos nuevecitos de la Casa de Moneda. Le dije que lo que me dolía era el corazón, que soñaba todas las noches con ella. Nos quitamos la ropa, su cuerpo era aun más blanco de lo que yo hubiera podido imaginar y sus cabellos más negros y cogimos cogimos cogimos.
    Y cogimos cogimos cogimos al día siguiente toda la tarde y todos los días de la semana, toda la tarde, y el viernes me dijo que sólo me vería el lunes y me preguntó si con las otras mujeres yo también era así. Yo no era tonto y le di mi palabra de honor de que no nunca me había ocurrido algo así, era ella quien hacía que aquello ocurriera, ella me gustaba como a un niño le gusta el helado de chocolate y la amaba como una madre ama a un hijo y estaba locamente enamorado de ella y por eso cogía con ella como un tigre coge con una onza. Y nos reíamos en los intervalos y comíamos sandwiches de queso caliente con Coca-Cola y no estaba mintiendo, con las otras mujeres era un simple rebote de los billetes de la Casa de Moneda estallando en mis manos, pero con Paula era pasión, dolía me elevaba me inspiraba sangraba. No podemos contarle esto a nadie, me decía, y esa sería la última cosa que yo haría en el mundo, sabía que estaba casada con el dueño del banco donde yo había trabajado y ella sabía que yo lo sabía pues su nombre completo estaba escrito debajo de la foto del periódico y era más fácil que yo muriera a que lo contara.
     Pero yo tenía que desahogarme y se lo conté al enano. Salí un día del fin de semana pensando en ella, muriendo de añoranza pues sábado y domingo no nos veíamos, entonces vi al enano husmeando en el bote de basura de una lonchería y me dijo como disculpándose de zopilotear en la basura, a veces rescato un sandwich casi entero y la vida no está fácil. Respondí, es cierto y le enseñé el recorte enmicado del periódico con el retrato de Paula. Qué mujerón, dijo. Más respeto, enano de mierda. Lo agarré por el brazo y lo sacudí y lo arrojé contra un automóvil que estaba parado y él hizo una cara tan triste que me dio pena y lo invité a tomar un cafecito. Le enseñé de nuevo el retrato, estoy muy enamorado, pienso en ella noche y día, es blanca como un lirio, y el enano oyó muy atento dando pequeños gruñidos como les gusta hacer a los enanos, por lo menos a aquel enano.
     Paula inventaba cosas, trajo un enorme hule que coloqué encima del colchón y cada día traía una cosa, aceite de oliva, puré de tomate del que la gente pone encima de la pasta, miel, leche y me pedía que lamiéramos nuestros cuerpos desnudos y cogíamos rodando en la cama completamente untados. Y reíamos en los intervalos y cogíamos un poquito más debajo de la regadera y encima de la mesa, ella sentada en la orilla con las piernas abiertas y yo de pie. Un día trajo una máquina pólaroid para tomar fotos de mi verga y yo sacaba fotos de su coño y de su trasero y de sus pechos y del rostro, que era la parte de su cuerpo que más me excitaba, y luego rompíamos todas las fotos. Todas menos una, de ella desnuda riendo para mí, que no tuve el valor de romper.
     Todos los sábados me encontraba con el enano y le pagaba el almuerzo con el dinero de mi indemnización y el enano oía gruñendo que le contaba que estaba muy enamorado, que Paula era la mujer más bonita del mundo, que un día habíamos cogido nueve veces viniéndonos los dos en todas, y que se iba a su casa con dolor de piernas. Las mujeres tienen piernas fuertes, dijo el enano, pero me parece que no creyó lo que le dije. Ese sábado le pagué todo al enano el día entero y en la noche fuimos a cenar y nos emborrachamos y llevé al enano hasta donde vivía, no muy lejos de mi casa, en una barraca a la orilla de la ciudad nueva, cerca del Piranhão, que es la cede del ayuntamiento, así llamada porque había sido barrio de putas. Cuando desperté las fotos de Paula habían desaparecido, la del periódico y la de la pólaroid, me puse como loco y fui al lugar donde nos habíamos emborrachado pero nadie había hallado las fotos y fui a la barraca del enano y no estaba y me pasé el resto del domingo desesperado y toda la noche despierto dándome de topes contra la pared.
     El lunes Paula llegó y no se quitó la peluca ni los anteojos oscuros ni dejó la bolsa ni me dio un beso y me dijo un tipo llamado Haroldo me telefoneó hoy por la mañana a mi casa alegando que era tu amigo y que tenía una foto mía, desnuda, y que quería dinero para devolverla, ¿guardaste una de aquellas fotos? Me arrodillé a sus pies y le pedí perdón y besé sus zapatos y le dije fue aquel enano de mierda y le conté todo y le pedí perdón nuevamente y me acordé de Sabrina arrastrándose agarrada a mi pierna con clavos. ¿Y ahora?, ¿qué vamos a hacer?, dijo Paula. Déjamelo a mí, le dije, y Paula se fue salió sin haberse quitado la peluca sin haber dejado la bolsa sin haberse quitado los anteojos oscuros y sin haberme dado un beso rodé por el suelo como un perro rabioso maldiciendo al enano hijo de puta.
     Fui a buscar al enano a su casa y cuando me vio trató de correr y le dije, quédate quieto, vine para decirte que el negocio está cerrado y la doña te va a dar la lana que quieres, es más, te va a dar el doble y la mitad será para mí, ¿estamos de acuerdo? ¿Estás encabronado conmigo? ¿Seguro? Eres mi hermano, cabrón, lleva las fotos hoy por la noche a mi casa y la doña te dará la lana. Nos apretamos las manos solemnemente como dos comerciantes y me fui y atravesé la calle Constitución y compre una maleta vieja de cuero y llegué a casa y me tiré a rodar un poco más en el suelo echando espuma por la boca como un epiléptico.
     El enano llegó a las ocho de la noche y al verme sólo en la sala me preguntó ¿y la mujer? Señalé la puerta cerrada del cuarto y le dije está adentro y no quiere hablar contigo, dame las fotos para cambiarlas por la lana, y me dio las fotos, la del periódico y la de ella desnuda y linda riendo para mí. Agarré al enano por el pescuezo y lo levanté en el aire y él forcejeó y me hizo tropezar por la sala golpeando en los muebles hasta que caímos al suelo y puse las rodillas en su pecho y apreté mis manos hasta que me dolieron y vi que estaba muerto. Y después apreté de nuevo su pescuezo y coloqué la oreja en su pecho par ver si su corazón latía y apreté otra vez y otra vez y otra vez y me pasé el resto de la noche apretando su pescuezo. Cuando amaneció lo coloqué en la maleta y cerré la maleta y abrí la ventana y aspiré el aire de la mañana con la voracidad con que aspiraba el aire que salía de la boca de Paula cuando cogíamos.
     Al día siguiente Paula llegó y le di las fotos, la del periódico también, y dije, descubrió quién eras por la foto del periódico, todo está resuelto, no te preocupes, y ella rompió las dos fotos en pedacitos pequeños y colocó todo dentro de la bolsa y se quedó con la bolsa en la mano y los anteojos en la cara y la peluca en la cabeza y no me dio un beso y me dijo estoy embarazada de mi marido, de mi marido, de mi marido, creo que es mejor que no nos volvamos a ver y vio la maleta y me miró a mí y salió corriendo.
    Me quedé solo, sin la mujer a la que amaba locamente, sin Sabrina que estaba enterrada en Caju y sin el único amigo que tenía en el mundo que era el enano muerto dentro de la maleta y la noche cayó y como ya no tenía su retrato para mirarlo me quedé viendo la maleta hasta el amanecer, entonces agarré la maleta y me puse a andar con ella en la sala de un lado a otro.




De Rubem Fonseca: los mejores relatos. Trad. Romeo Tello



Rubem Fonseca: nació en Juiz de Fora, Minas Gerais, Brasil, en 1925. Desde hace muchos años, la crítica internacional ha recibido las novelas y los cuentos de Fonseca como un momento superior de la literatura iberoamericana. Un amplio público ha aclamado a este escritor de registros diversos y asombrosos y ha reconocido en cada una de sus historias el cumplimiento de una de las aventuras más estimulantes de las letras latinoamericanas.
      Sus libros: Los prisioneros (cuentos, 1963), El collar del perro (cuentos, 1965), Lucía McCartney (cuentos, 1967), El caso Morel (novela, 1973), Felíz Año Nuevo (cuentos, 1975), El cobrador (cuentos, 1979), El gran arte (novela, 1983), Bufo & Spallanzani (novela, 1986), Vastas emociones y pensamientos imperfectos (novela, 1988; Cal y Arena, 1990), Agosto ( novela, 1990; Cal y Arena, 1993), El salvaje de la ópera (novela, 1994; Cal y Arena, 1996), El agujero en la pared (cuentos, 1995; Cal y Arena, 1997), Historias de amor (cuentos, 1997; Cal y Arena, 1999), Del fondo del mundo prostituto sólo amores guardé para mi puro (novela, 1997; Cal y Arena, 1999), La cofradía de los Espadas (cuentos, 1998; Cal y Arena, 2000), El enfermo Molière (novela, 2000; Cal y Arena, de próxima aparición), Secreciones, excreciones y desatinos (cuentos, 2001, Cal y Arena, 2003), Pequeñas criaturas (cuentos, 2002; Cal y Arena, 2003), Diario de un fescenino (novela, 2003; Cal y Arena, de próxima aparición).
         En la vasta y compleja obra de Fonseca aparecen con una notable energía creativa los grandes temas de la literatura narrados con el magnetismo hipnótico de un maestro del suspenso. La tensión dramática de las historias de Rubem Fonseca ha repasado los laberintos solitarios de las grandes ciudades, la política, la violencia, el sexo, el amor, la droga, la muerte; en unas cuantas palabras: el alocado huracán de las pasiones humanas. En el año 2003, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara decidió otorgarle a Rubem Fonseca el prestigioso Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo.