Los chinos ven la hora en los ojos de los gatos. Un día,
un misionero, paseándose por las afueras de Nankín, se percató de que había
olvidado su reloj y preguntó a un muchachito qué hora era.
El chiquillo
del Celeste Imperio dudó al principio; después, cambiando de opinión,
respondió: “Voy a decírosla”. Unos instantes después reapareció llevando en
brazos a un gatazo y viéndole, como se dice, a lo blanco de los ojos, afirmó
sin dudar: “Aún no es pleno mediodía”. Lo que era verdad.
Para mí,
si me inclino hacía la bella Felina, la bien nombrada, que es a la vez el honor
de su sexo, el orgullo de mi corazón y el perfume de mi espíritu, ya sea de noche,
ya sea de día, en plena luz o en la sombra opaca, en el fondo de sus ojos
adorables veo siempre indistintamente la hora, siempre la misma, una hora
vasta, solemne, grande como el espacio, sin división de minutos ni de segundos,
una hora inmóvil que no está marcada en los relojes y, sin embargo, es ligera
como un suspiro, rápida como una ojeada.
Y si algún
inoportuno viniera a molestarme mientras mi mirada reposa sobre ese delicioso
cuadrante, si algún Genio impuro del contra-tiempo viniera a decirme: “¿Qué
miras allí con tanto cuidado? ¿Qué buscas en los ojos de ese ser? ¿Ves la hora,
mortal pródigo y holgazán?” Yo le respondería sin vacilar: “Si, veo la hora, y
es la Eternidad”.
¿No es
cierto, señora, que este es un madrigal verdaderamente meritorio y también tan
enfático como usted misma? En verdad he
tenido tanto placer al abordar esta pretenciosa galantería que no le pido nada
a cambio.

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